domingo, 21 de septiembre de 2014

El Sombrerero Loco

Mark Ryden

Para Avispada, amiga y luz...



El Sombrerero Loco grita NO HAY SITIO, NO HAY SITIO. No hay sitio para nosotras en su merienda eterna, pero le gusta que le veamos masticar. Por eso nos sienta en el Jardín Muerto, pequeñas Alicias de sonrisa inerme. Los miércoles se pone la cabeza de Oso y come hasta que le tiembla el vientre enorme, lleno de lamparones y migajas. Deglute mantecados y jamón pero anhela husmear nuestras entrañas. Quiere abrirnos como ostras y llorar pálidas lágrimas de Morsa y empaparnos los tuétanos con su misericordia insaciable.
Nosotras, Alicias desamparadas, cambiamos corriendo de silla mientras nuestros úteros clausurados repiten en un susurro "no hay sitio, no hay sitio".... 
El Sombrerero Loco se cambia de cabeza a las seis de la tarde. Las tiene en un cesto, una por cada Pecado... De Cabra, de Perro, de Mulo para las noches de verano, de topo cegado por el oro, de Liebre en celo. Se pone una dorada los Domingos y vomita entre arcadas palabras demasiado grandes para su gaznate. Amor, Familia, dice, Entrega... 
   
Cobardes, temerosas, sentadas como niñas obedientes con las manos en el regazo, tenemos los nudillos blancos de apretar la Angustia, rogamos a Dios que nuestro vientre sólo conciba el pago de la hipoteca.

Cuando llega la Navidad se corona de Reina Roja y juega a decapitaciones. 

No hay sitio, no hay sitio...

Nosotras, Alicias enloquecidas, cambiamos veloces de silla en el jardín muerto.



domingo, 27 de julio de 2014

El Príncipe y el Mendigo





Le veo siempre que paso, en la esquina de la librería. Ése es su sitio. Está allí todas las tardes. También está la papelera. El kiosko de los ciegos. El escaparate de la tienda de ropa. 
Algún día, si paso temprano, le sorprendo colocando con cuidado el vaso de cartón en la acera. Siempre a la misma distancia. 
Creo que es una distancia meditada: no muy lejos, para que no estorbe el paso; no muy cerca, así no han de aproximarse demasiado a él. A la gente no le gusta acercarse, les resulta embarazoso por lo general, incluso cuando se detienen y le saludan. Es normal que lo hagan; vivimos en una ciudad pequeña y todos nos conocemos. Somos humanos, al fin y al cabo. 
Pero él sólo reacciona cuando le interpelan. Entonces levanta la mirada, la despega lentamente del suelo donde la dejó, junto al vaso, y esboza una sonrisa triste. Es el tipo de sonrisa que espera su interlocutor. De ser más alegre le desconcertaría y, si fuera más triste, se sentiría incómodo. En ambos casos es probable que no volviera a detenerse junto a su vaso en un tiempo, cosa que él no desea. Es importante fidelizar a los clientes. Así, estudia tanto la distancia que marca su sonrisa como la que define el pequeño vaso de cartón rojo y letras sinuosas. Geometría pura al servicio de la supervivencia.  
Si acaso le preguntaran cómo se encuentra -esto sólo si el viandante es asiduo de su vaso, de su esquina, de su barba de zarza-  él seguirá sonriendo, igual, dirá, o tirando, o menos mal que hace buen tiempo o espero que pronto mejore y me duelan menos las rodillas. No dirá nunca que desea morir desde hace tiempo, o que el albergue de la capital está bien ahora, en verano, mucho más vacío. O que tiene pesadillas todas las noches desde que los de las bases le pegaron una paliza que casi lo mata. Igual que cualquiera, nunca dirá la verdad. Bueno, bueno, seguro que sí, será la respuesta. Y alguien se irá entonces, dejando algo en el vaso que él no mirará.
El rito cambia -pues todo en la vida tiene su liturgia: ésta también es geometría- cuando oye la otra contraseña “Toma, dáselo al señor” y unos pasos pequeños cruzan la calle peatonal y provinciana. Los niños sí se acercan, aunque la barba les dé miedo. Echan la moneda en el vaso y sonríen antes de marcharse corriendo, como gorriones, con la abuela. El segundo en que le miran tras echar la moneda, está lleno de expectación y temores de juguete: ¿hablará?¿se moverá?¿me cogerá? Igual que los jóvenes que se paran ante los mimos. Él sonríe. Primero al niño, con ternura que nunca me ha parecido fingida. Después, inclina ceremoniosamente la cabeza en dirección a la mujer. Y después vuelve a depositar la mirada en el suelo, junto al vaso. 

No hay nada más que el vaso y su mirada, y sus rodillas dobladas en la calle. 

No recuerdo haberle visto nunca ninguna cruda incitación a la lástima escrita en espantosos cartelitos de cartón con espantosa caligrafía, muestrario de horrores que van mucho más allá de lo que cuentan. “Tengo cuatro hijos y una mujer enferma”, dicen. Es el motivo correcto. “He de pagar al que me deja ponerme en esta esquina o me reventará el hígado a golpes”… No, eso nunca se escribe. Porque todo tiene su rito, su liturgia, su pura geometría de causas y consecuencias. ¿Quién no se sentiría defraudado al saber que es un hombre normal y corriente, inmerso en su propio chantaje como nosotros en el nuestro, y  no una víctima impasible de sus infinitas desgracias? 
A mí también me ocurrió, el primer día en que le vi lejos de su esquina. Yo iba hacia Madrid, y él estaba parado en la estación de El Pozo. Erguido y sin el vaso parecía otra persona. Se agachó, recogió una colilla del suelo que aún humeaba y la fumó con una sonrisa. Al acercársela a los labios se besó los dedos, en un juramento despreocupado y ávido. 

Casi no le conocí, de pronto convertido en Príncipe.







lunes, 13 de enero de 2014

Camille, La Bella Durmiente


El Vals, de Camille Claudel




Tú no debías vivir. Tú no. Él, sí. Nunca pude sacármelo de la cabeza. Te tenía en brazos, recién nacida y sólo pensaba… ¿por qué tú y no él? Mi pequeño, mi pobre Henri. Nueve meses en mi vientre y sólo quince días en mis brazos. Después llegaste tú. Y sobreviviste. Qué pertinaz y depravada costumbre la tuya: sobrevivir.

Hija mía, el odio es una sustancia extraña. Se me agarró a los pechos a la vez que tu boca. Te alimentaba y ya te aborrecía. Ese odio creció contigo, observándote desde lo más hondo y espeso de mi corazón. Cuando empezaste a naufragar decías que las mujeres te tenían un “negro odio”. Pero era mi odio. Todos los odios de tu vida fueron el mío. Te rodeaba, ceñía tu mente y tu cintura, pero nunca supiste lo profundo y lo negro y  lo horrible que era.
Tampoco yo lo supe hasta el final, te lo aseguro. Es curioso…  Nunca imaginé cuando era niña que no sería la princesa de los cuentos. Nunca imaginé que sería la Bruja y la Madrastra. ¿Cómo hubiera podido pensarlo? Era hermosa y buena, mi madre murió tan pronto… Después me casé, o me casaron, con aquel hombre mayor. Y entonces nació y murió tu hermano y todo se rompió para mí. 

No merecía una hija como tú. 
No merecía que me convirtieses en un monstruo.



Camille a los diez y nueve años
Tu padre te amaba, claro, porque era débil. En cambio tú eras fuerte. Aún recuerdo cómo les ordenabas  a todos, con ese endiablado carácter tuyo, que te trajesen barro para modelar. Hechizaste a tu padre con el mismo arte con que sacabas del barro el rostro de Helene, la criada, el de tu hermano Paul, como una pequeña bruja traicionera. Pobre Paul, él también te abandonaría. Decía que tenías los ojos de ese azul que únicamente aparece en las novelas. Para mí sólo eran de una insolencia insoportable.  


No te abandoné sin lucha, lo sabes. Hubo un tiempo en que intenté hacer de ti una buena mujer, como hice con tu hermana (tan capaz para el odio y la decencia como yo) ¿Pero qué puede hacer una perdida, sino perderse? Paso a paso, como yo bien sabía que lo harías. Buscabas aprender del arte y del amor, y por Dios que aprendiste las dos cosas. Aprendiste tanto que la Vida y el Amor te quebraron como a una rama seca.



Camille posando en el estudio de Rodin

Es curioso cómo la Felicidad da paso a la Desgracia casi sin darnos cuenta… Viviste libre unos años, viajaste con tus amigas por Europa, aprendiste a modelar con el mejor. Te enamoraste de él. Vivías en París al fin.  Bella, joven, segura y apasionada, quizá pensabas entonces que lo tenías todo, que estabas por fin en el camino de tenerlo. Cada cosa que la vida te había prometido, cada ráfaga de dicha que habías entrevisto en tu niñez, granaba ante tus ojos. 

Vagabas en la juventud de aquellos años brillantes como el verano y de pronto, apenas sin darte cuenta, llegó la noche. La joven que fuiste se disolvió en una mujer engañada, recelosa, solitaria, incomprendida. Acabada.
¿Cuántas veces te preguntaste cómo habías llegado a convertirte en ella?
Lo último que él pudo hacerte fue pedirte que no tuvieras el niño. Las cartas donde le esperabas desnuda y le suplicabas que no te engañase más fueron sustituidas por las otras, donde le acusabas de arrebatarte obra, nombre, vida. De envenenarte.

Tu obra... Sabes que siempre la  desprecié. Tanta desnudez, esa persistencia en retratar la pasión. Figuras que se entretejen, como en El Vals; que veneran su propio amor, como en Sakuntala: que muestran esa repugnante y sincera desesperación, como en la Edad Madura…  De cualquier forma, muy poco se salvó del naufragio de tu mente y de la miseria que tuviste que soportar. Tú acabaste con la mayoría a martillazos en los días en que tu propio padre decía que eras una loca furiosa. Aun así siempre te defendió.

 Por eso te encerramos a los ocho días de su muerte.


Níobe herida


Seguro que no has olvidado el día en que te llevaron. Eras como una pequeña alimaña aterrada. Habías puesto tantos cerrojos que tuvieron que echar abajo la puerta de tu apestosa habitación para ponerte la camisa de fuerza y llevarte al sitio que te correspondía. Al lugar donde se pudren las locas impúdicas como tú. 

Así fue como te borré del mundo, yo que te había traído a él. Allí tenías que haber estado desde hacía mucho tiempo, y nos hubieras evitado la vergüenza de tenerte por hija, por hermana… Se cerró la puerta tras de ti y nadie volvió a verte en treinta años. Nadie pudo escribirte, ni visitarte en aquel manicomio. Yo lo prohibí. Paul se acercó seis veces apenas, en los treinta años que mediaron entre esa muerte y Tu Muerte. Buen hermano, buen converso, siempre con un pie en el mar y otro en la tierra. Le escribías, suplicabas una y otra vez. No merezco esto, decías, no soporto esta esclavitud, no tengo nada, tengo hambre, tengo frío necesito ver una cara amiga, tengo frío, tengo frío... Hasta los médicos aseguraron que debías salir de allí. Al principio aún soñabas con poder volver a casa y cerrar la puerta. Después tenías ya el alma muerta, vencida por todos y cada uno de nosotros. 

Y ya ves, éste es el final del cuento. 

Cogí tu frente altiva, tu mirada insolente, tu talento, tu pasión y tu belleza y las convertí en polvo y en olvido. Sé que ésa es mi obra. Tú eres mi obra. La única pasión que sentí fue el odio que te tuve. 

Nadie acudió a tu funeral, nadie reclamó tu cuerpo.

Te imagino acurrucada en la fosa común donde te echaron. Sin nombre, sin fecha, como si nunca hubieras existido.

Tal y como yo quería que hubiera sucedido desde el principio.


Camille con su madre, Louis.




Todos los días pienso en mamá. No la he vuelto a ver desde aquel día en que tomaron la funesta resolución de enviarme al asilo de locos. Pienso en ese lindo retrato que hice de ella a la sombra, en nuestro bello jardín. Aquellos grandes ojos en dónde se leía un dolor secreto, el espíritu de resignación el cual reinaba sobre toda su figura, sus manos cruzadas sobre sus rodillas en completa abnegación: todo daba cuenta de la modestia, del sentimiento del deber llevado hasta el exceso, esa era nuestra pobre mamá. No he vuelto a ver jamás ese retrato (ni a ella). Si oyes algo de eso, por favor cuéntame.

Carta de Camille Claudel a su hermano Paul.