miércoles, 13 de noviembre de 2013

Las mujeres de Barba Azul






Escribiré sobre las mujeres de Barba Azul, las que penaron y murieron en castigo por su maldita, mil veces maldita curiosidad; su deforme herencia equivocada. Fueron peores que las Gorgonas. Más despreciadas que Eva. Aborrecidas por Dios como Lilith, la madre de los No Redimidos. Por su Curiosidad y Soberbia  fueron decapitadas, encerradas, borradas y olvidadas. 

Pero las mujeres de Barba Azul tienen mala semilla. No es tan fácil acabar con ellas. Una tras otra llenan las mazmorras de la Historia, y siguen llegando. No aprenden, no saben olvidar su curiosidad y su orgullo. El recuerdo de las antepasadas sigue alimentando la simiente perversa en la mente y en el alma de las que las siguen. Porque (gritan) nos desposaron con Barba Azul. Nos dijeron cásate y sé sumisa, no cojas la llave de oro,  no abras  la puerta. Nos dijeron muéstrate orgullosa de tus cadenas, ellas marcan tu lugar en el mundo, eres más grande si eres lo que Quiero que Seas. Sé sumisa, sé obediente. No andes erguida, no camines delante, no pretendas saber demasiado. 
Pero las mujeres de Barba Azul no aprendieron la lección. La llave dorada les quemaba en las manos. Tenían que saber. Tenían que ser. Y abrieron la puerta.
Por eso la cabeza de Olympia de Gouges rodó por el cadalso, el cuerpo de Camille Claudel fue sepultado en una tumba sin nombre y en la de Miranda Barry se lee el nombre de James, el hombre que nunca fue. Sólo existió Miranda, la monstruosa mujer ansiosa de ser médico.  No existieron James ni Monsieur Le Blanc, monstruosa Sophie Germain, hambrienta de números. Tampoco George Elliot ni Currer Bell pisaron esta tierra, sino Mary Ann Evans y Charlotte Brönte; extrañas criaturas con pecados sosegados y violentas virtudes. 
Monstruosa fue Emily Dickinson, encerrada y vestida de blanco, escribiendo versos y versos para su baúl de tesoros. Monstruosa e incomprendida como la criatura que dio a luz su hija, Mary Wollstonecraf, muerta cuando empezaba a ser feliz. Monstruosa e infiel Ada Lovelace, cuya alma salvó su madre retirándole los únicos calmantes que paliaban su agonía.
 Y si Barba Azul no llegó a devorarlas a tiempo, las borró de los libros, las sepultó en el olvido, hermanas, para que no sigamos su mal ejemplo. Para que sigamos la senda del bien, que nuestra mentora Costanza nos repite: cásate y sé sumisa. Cásate y sé sumisa. Serás mucho más feliz que las pobres mujeres que no la hicieron caso, las que empuñaron la llave de oro y abrieron la puerta sangrante y descubrieron el horror en que estaban encerradas. Seremos tan felices, amigas, tan sólo con olvidar la puerta, con quedarnos bien sujetas en el mundo que nos destinaron. Las mujeres de las mazmorras no pueden ser el ejemplo. 


Monstruosas mujeres de Barba Azul. 



Nosotras aprenderemos la lección que Costanza recoge de los ancestrales labios que nos enseñaron a amar: Cásate y sé sumisa...





jueves, 26 de septiembre de 2013

Piel de Asno

Piel de Asno, Arthur Rakham




El cruce apesta a coche, a pis, al parque polvoriento de la otra orilla de la calzada, a ciudad agotada por el calor y el verano... Pero cuando ella llega, cubierta con su piel de asno, reina sobre todos los olores con su peste a cerveza ya digerida y a cerveza por beber.
Su olor llega antes que ella, y se impone. 
Lleva un niño en un carrito roto. Hace años, cuando todavía conservaba un jirón del traje hecho de luna y del traje hecho de estrellas, se quedó embarazada de ese niño. Por entonces tenía algún diente más, y un caminar algo más recto. Su pelo era oscuro como la noche y aún podía decirse de ella que había sido hermosa. La acompañaba en aquellos días una niña, apenas una muchacha, de tal belleza que te llenaba de compasión. 
La niña tenía intactas la luna y las estrellas en su ropaje, resplandecía blanca y oscura, vibrante y confiada como una nota de cristal. "Yo no seré Piel de Asno", parecía decir al mirar a su madre. "Yo no seré como tú"... 
El invierno pasado vagabundeaba por el parque, bebiendo. 
Quedaban estrellas en su vestido, aún brillaba la luna en su túnica. 
Brillan mientras se apagan.

Hoy Piel de Asno apenas puede moverse bajo las capas de cerveza y suciedad que la cubren. Todos, sin casi reparar en ello, han retrocedido un paso y a su alrededor ha quedado un curioso vacío donde espera el cambio del semáforo. El niño del carrito desvencijado  ya tiene cinco años y  arrastra los pies por la acera. Tiene el pelo negro y brillante como los ojos de las golondrinas, la misma mirada resplandeciente de su hermana. Parece que el tiempo no ha pasado. La madre le sonríe. 
Piel de Asno arremete con el carro contra el paso de cebra. Pero al llegar al otro lado se inclina solícita sobre el niño. Y es que el niño, sonriente y ufano, ha llevado todo el tiempo tras su espalda una litrona vacía de cerveza, de vidrio color caramelo. Como si llevase una mochila. 
Dámela, cielo dice Piel de Asno. Y el niño la coge con pericia y se la entrega. A la papelera, ríe al tirarla en un caja verde para los excrementos de los perros. Acelera el paso vacilante y desaparece de la vista.

Lo peor de los cuentos de terror es el final. 
Porque nunca terminan.




lunes, 22 de julio de 2013

El Flautista En El Umbral del Alba




Apenas tenía cinco años cuando perdió a su madre, un día de Abril de 1864. Apenas cinco cuando casi murió él también, de la misma escarlatina que se había llevado a Bessie para siempre. Y contaba sólo cinco años cuando su padre se hundió de nuevo en la bebida, abandonando su cuidado y el de sus hermanos y Granny Inglis se los llevó con ella a la vieja casa de Cookham Dene, The Mount, en las orillas del incansable narrador de  historias: El Río.
                
Así fue como la Desgracia trajo de su mano el que fue, quizá, el tiempo más feliz de toda su vida.  La casa crujía, abrazaba, regalaba sus buhardillas y su jardín a los hermanos. Y junto a ella, siempre, El Río. ¿Qué sentiría el niño Kenneth en aquellos brevísimos meses para que aquel lugar, aquel momento, fuera el más importante de su existencia? La luz, los olores, los increíbles descubrimientos y aventuras que sólo caben en la Infancia seguramente cayeron sobre él como cayó el rayo sobre Saulo. Desde entonces su corazón perteneció al Río, a sus orillas, a sus habitantes y a Pan.
Pero al igual que una Gran Desdicha había dado comienzo a esa felicidad fue un vulgar inconveniente lo que acabó con ella. La vieja casa era realmente vieja, más allá del halo poético de la expresión. La chimenea se derrumbó. Tuvieron que mudarse. Y se fueron a  otra casa, más pequeña, menos generosa. Lejos del Río.


Kenneth Grahame, en su infancia
A partir de ese día la vida se fue posando inclemente sobre el pequeño Kenneth, como tiene por costumbre hacer con todos nosotros. Copo tras copo de polvo y de ceniza, de sueños rotos, mientras El Río murmuraba en su corazón el recuerdo de un Verano, como el viento murmura entre los sauces. Sobre aquel niño cayeron más mudanzas, el fugaz retorno con un padre que les abandonaría definitivamente y moriría en Francia. (De todos sus hijos sólo Kenneth acudiría a su entierro.)  Años de niñeras y tutores, de casas y parientes lejanos que les apresuraban para que creciesen más rápido, más rápido. Hubo de nuevo tiempos felices, cuando regresó a las orillas del Río y soñaba con llegar a estudiar en Oxford. Pero los los copos cenicientos  cayeron sobre la alegría de sus tiempos de estudiante, llenos de premios; cayeron sobre él como el hachazo indiferente con que su tío cercenó aquellos sueños universitarios. El niño que corría junto al Río se vio obligado a ser Adulto; a ocuparse de los negocios familiares, a emplearse en lo más alejado de los sauces que podía existir en este mundo: el Banco de Inglaterra.
Mientras la Vida seguía cayendo con su lluvia de polvo y ceniza, mientras ascendía en el Banco, mientras se casaba y era infeliz, mientras tenía un hijo enfermizo y desdichado como él, el Paraíso Perdido seguía brillando en su interior. La voz del Río no callaba,  Viejo, Insomne, Aventurero, seguía narrando y había que escucharle: Pagan Papers, The Golden Age, Dream Days… 


 Y El Viento En Los Sauces. 

Alastair iba a cumplir cuatro años, y no conseguía dormirse. Durante horas, Keneth le contó las aventuras de un Topo que descubre un día de primavera las orillas del Río, de una Rata de Agua acogedora y generosa como la vieja casa de Granny Inglis, de un Tejón sabio, bondadoso  y ceñudo y de un Sapo (El Señor Sapo) que cae enamorado a los pies de la Máquina de las Máquinas: el Automóvil. El cuento siguió y siguió, como suele suceder con las historias, deslizándose, fluyendo en las cartas que le envió más tarde, quizá intentando, cuando era fácil, ahuyentar los fantasmas de su hijo.
Lo hizo de la única forma que supo, recuperando para él los recuerdos más felices que poseía. Le prestó, nos prestó, los refugios que él había construido para protegerse de esa inclemente nevada grisácea de la vida. Y así fue que sopló sobre todo ese polvo acumulado por los años hasta que el susurro del viento entre los sauces fue de nuevo nítido y radiante, lleno de voces. Las voces sencillas, las aventureras, las alocadas y las seductoras, las que estaban llenas de risas y las que le sumían en la melancolía. Todas las voces del Río que él había escuchado en su infancia están allí, sin faltar una. No fueron suficientes para Alastair, quien se arrojó a las vías del tren, cerca de su amado Oxford, dos días antes de su vigésimo cumpleaños; el 7 de mayo de 1920. 

Ése fue el día en que El Río calló.  Pero antes le había contado su más valioso secreto: que todos los Paraísos se pierden y que sólo los desdichados pueden recordar la canción que toca el Flautista en el umbral del Alba


“Se ha ido… ¡Tan hermoso, y extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto casi hubiera deseado no oírlo, porque ha despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada parece valer la pena sino escuchar ese sonido una vez más, y seguir oyéndolo eternamente…”



domingo, 30 de junio de 2013

Itaca No Existe

Entre Sombras
Óleo sobre Lienzo de Omar Ortiz


Ítaca no existe.
Al menos no aparece por ninguna parte en el mapa de sus ojos. Si alguna vez hubo una, simplemente se fue. Para ellos no hay ya Destino, ni Hogar al que regresar.
Vagamos por los días rodeados de aquellos que nos fueron narrados. Nos cruzamos con Ulises, que sostiene en sus manos la parodia de un periódico para pedirnos limosna a la puerta de un supermercado; que se prostituye en una rotonda bajo un paraguas descolorido. Penélope espera en algún lugar remoto tejiendo y destejiendo entre envíos de Money Gram que ya no llegan...
Los Grandes Desterrados de la Historia nos contemplan desde el penúltimo círculo de un Infierno sin fin, vestidos de andrajos.
Para ellos Ítaca ya no existe.
Desapareció de sus ojos el día en que comprendieron que no queda ningún lugar en el mundo al que volver. Saben por fin que les hemos abandonado en el desierto, descalzos, para que recorran hasta reventar las oficinas, los parques, las comisarías, las casas abandonadas, los juzgados, las estaciones de tren, las concejalías, los albergues, los despachos de caridad, los CIES, los bancos a la sombra.
Son fáciles de reconocer. Siempre llevan una hatajo de papeles mugrientos apretados contra ellos, como un bloque de cemento fraguado en torno al naufragio de su vida. Papeles que les condenan, les expulsan, les niegan medicinas y escuelas. Y al mismo tiempo, su única posesión. El grillete que les mantiene encadenados a la noria del Mundo; lo único que les recuerda que tienen un nombre, aunque no existan.
Te los enseñan, grises por las esquinas, llenos de manchas, simas sin fondo como Caribdis donde todo su ser se hundirá sin remedio; te los enseñan como si tú pudieras leer en ellos algo distinto.
Pero lo lees en voz alta y le repites, atragantándote, que ese papel dice que no existe, que no está aquí. Mañana o en días repentinos traerá ese mismo papel y te dirá de nuevo que lo leas como si el tiempo hubiera cambiado  las palabras. Repites su sentencia y se marcha. 
Pondrá un recurso inútil, apelará a la humanidad de la rueda dentada que le está triturando. Lo hará por inercia, por desesperación, por tener algo que le obligue a seguir caminando ahora que ya sabe que sólo puede hacer eso: seguir caminando y caminando sin la esperanza de llegar.
¿Se preguntan por qué Siempre, por qué Todo, por qué a Ellos? Por qué...



lunes, 1 de abril de 2013

Elizabeth Siddal, leyendo

Elizabeth Siddal Leyendo
Dante Gabriel Rossetti
Elizabeth Siddal sigue leyendo.

Después de más de cien años sigue leyendo sentada en su sillón de enferma, igual que aquel silencioso día en Hastings, el dos de junio de 1854. Se lleva, cansada, la mano al rostro  y un mechón de su cabello se escapa por un momento. Tiene los pies en el escabel, y Ford Maddox Brown susurra entusiasmado que está  "... más delgada, más cadavérica, más bella y más desmadejada que nunca".  

(But wise Christina says … One face looks from all his canvases,/  One selfsame figure sits or walks or leans…)

Hoy en Hastings el tiempo es húmedo y tibio, la luz pone sombras de lápiz seguro y apresurado en la larga falda, en el afilado rostro. Hoy, y ayer y mañana ella leerá y se trenzará el pelo, o mirará absorta, adormilada, extasiada, lejana siempre. Ahí está, así la seguimos viendo, tal y como Dante Gabriel la retrató cien y mil veces en incontables  Guggums, bocetos de belleza increíble  e instantánea. Desbordaban los cajones de mesas y escritorios, se apilaban en los rincones, llenaban todas las carpetas y los álbumes de esbozos pero aun hoy, cuando se venden y se compran como joyas,  no dejan de ser el patético testimonio de una obsesión devoradora.  
Una fascinación que emergió, ya tuberculosa, de la bañera donde posaba para Millais como una Ofelia demasiado turbadora para los decentes, cuyas mentes morbosas y obscenas la vieron obscena y morbosa. Lizzie recordaría toda su vida el pesado traje de brocado de plata que hubo de vestir, día tras día, húmedo y pegajoso como la mortaja que finalmente fue. Recordaría el día en que posó durante horas cuando ya se había apagado la estufa que calentaba el agua helada, el principio de su muerte.

(And wise Christina says… We found her hidden just behind those screens, / That mirror gave back all her loveliness…)

Porque, lánguida en todo, Lizzy no se tomó ninguna prisa a la hora de morir. Lo fue haciendo a sorbos, a pequeños pasos. En tardes de luz templada, como la de Hastings, en las mañanas brumosas y oscuras de Londres, moría a ratos y reaparecía luego, con el largo pelo azafranado más lleno de luz que nunca. El mismo pelo, recordaría, que hizo exclamar a Walter Deverell "Muchachos no creeréis que maravillosa criatura he encontrado…" Entonces, recordaba Lizzie, vendía sombreros y era muy joven y hermosa y muy frágil. Pero sólo era Lizzie. Sólo ella, ella misma, ni Ofelia, ni Beatriz, ni Ginebra, ni  la Doncella Asomada a los Balcones del Cielo. Sólo la pequeña e ignorante Lizzie Siddal.

(But wise Christina says …A queen in opal or in ruby dress/ A nameless girl in freshest summer-greens,/ A saint, an angel — every canvas means/ The same one meaning, neither more or less...)

Sólo Lizzie, piensa Lizzie. Pero eso fue antes, hace un esfuerzo por recordar, mucho antes del sillón de enferma de aquel día de Junio, en Hastings; antes del  empapado disfraz, de todos los rostros cambiantes sobre su rostro, antes de las infidelidades y de las promesas rotas. Antes de la enfermedad, del laúdano y del brandy. Eso piensa Lizzie y se desliza en silencio, de la vida a la muerte y a la vida de nuevo, meciéndose. Ahora lo entiende, ya lo ha comprendido. Ya sabe que lo ha perdido todo, hasta su nombre.

(And so, wise Christina says … He feeds upon her face by day and night,/ And she with true kind eyes looks back on him, / Fair as the moon and joyful as the light…)

Ni Ofelia, ni Isabella, ni Beatriz, ni Ginebra, se sentarán con ella a acunar durante horas la cuna vacía de la niña que no nació. No le darán la mano durante las noches de agonía, los días eternos en los que espera su regreso. Él se va, se hunde en la feracidad de Fanny Conforth, igual que buscará desesperadamente la inaudita y silenciosa belleza de Jane Burden, venerará la altivez de Alexia Wilding, y sigue  pintando a Lizzie. Y Lizzie escribe versos también, como los suyos, y grita en silencio lo que sabe. “Tu arte, ese árbol envenenado que me robó la vida”, dice, grita, bebe, acuna la niña que nunca nació.  Nadie la acompañará en las sombras en las que va a perderse, alumbrada sólo por sus cabellos de cobre y azafrán.

(But wise Christina knows …Not wan with waiting, not with sorrow dim…)


Y un día, al fin, reunió todos sus seres infinitos, todos los rostros que habían borrado el suyo y los dejó atrás. Se fue al lugar donde nuestros nombres son claros y todo se resume. Donde es ya para siempre Elizabeth Eleanor Siddall, 1829-1862.
La frágil y altiva Lizzie, sólo Lizzie, se llevó con ella la antorcha de su pelo, lo más vivo de su vida. Otros, El Otro, le pusieron versos manuscritos, poemas y recuerdos como almohada. Pero ella sólo necesitaba su pelo para alumbrar las sombras...

Cuando años más tarde abrieron su tumba, vieron que su cabello había seguido creciendo tras la muerte, tan dorado, espeso y hermoso que llenaba de oro el ataúd.
Como si aún estuviese leyendo, en ese dos de junio de 1854.


(And wise Christina ends …Not as she is, but was when hope shone bright; Not as she is, but as she fills his dream..)




Nota: una traducción aproximada del poema de Christina Rossetti, In An Artist's Studio, sería...
"Un rostro mira desde todos sus lienzos,/ La única y misma figura se sienta, camina o yace:/ La encontramos oculta tras los bastidores,/ Espejos que nos devuelven toda su gracia./ Una reina de ópalo y rubí ataviada,/ Una joven sin nombre en los más frescos verdes del estío,/ Una santa, un ángel –cada lienzo repite/ El único y mismo mensaje, nada más, nada menos./ Él devora su rostro de  día y  de noche, / Y ella con ojos cálidos  devuelve su mirada, /Bella como la luna, como la luz  alegre:/ Ni pálida de esperas, ni nublada de angustias;/ No como es, sino como ella era cuando la esperanza brillaba; / No como ella es, sino como sacia sus sueños"

domingo, 3 de marzo de 2013

Érase que se era...


 
Érase que se era una bruja que vivió esta mañana. Sus dominios se extienden desde la Sucia Terraza hasta la Puerta Rota del Norte, y en ellos reina sin compasión ni misericordia. Parió  y amamantó a sus súbditos antes de venderlos al mundo, consiguiendo una dulce cosecha de siervos.  Por eso, porque la merece, cada día al levantarse aceita su ralo pelo negro y se coloca su corona de harapos y ceniza.
La bruja que vivió esta mañana se cruzó con vosotros, pero no la vísteis. Posee un abrigo viejo, regalo de un trapero que pena en el purgatorio; cuando se lo pone nadie mira sus ojos, donde siempre está lo que ella es. Así atraviesa la ciudad, entra en las tiendas, habla con los ancianos abandonados al sol como si fuera uno de ellos. Pero los gatos y los niños huyen y lloran.
Las brujas no son seres hermosos. No son sabias, sólo astutas. No son fuertes, sólo amargas. De todo lo que el tiempo puede dar sólo tienen la decrepitud. Por eso odian cuanto es joven y aún tiene Esperanza.
Quizá Blancaflor aún tenga esperanzas, porque sólo tiene catorce años (la bruja que vivió esta mañana corrige, “catorce años y medio”); pero pronto desaparecerán. No habrá nada para ella en el festín de este mundo, salvo la cadena que las madres han tejido con tanto esmero, que los padres han vigilado con tal fiereza desde que el mundo es mundo y las niñas sólo niñas. No habrá para ella nada salvo la ignorancia y la brutalidad de un matrimonio que se ha llevado por delante su infancia y sus sueños.
La bruja no está satisfecha con una nuera tan joven, tan inútil para la casa. Cuando su hijo la llevó el primer día le palpó los brazos y el vientre como si estuviese esperando a que engordara un poco para arrojarla al horno y comérsela. Mientras llega ese momento ha decidido que deje el colegio, que ya sabe mucho y no necesita más.

Érase que se era una bruja que vivió esta mañana.

No es nada especial, hay tantas...




 








 

miércoles, 6 de febrero de 2013

Todos los niños crecen, menos uno...



Michael Llewelyn-Davies

Todos los niños crecen, menos uno...
Aunque es un comienzo magistral, no es cierto. Al menos hubo dos niños en toda la historia del mundo que no crecieron. Uno fue Peter Pan, claro. Y el otro, James M. Barrie.
No es una exageración decir esto. El pequeño James envejeció, pero no creció más allá del metro cuarenta y siete de estatura. Una mañana, tan sólo un día antes de su decimocuarto cumpleaños, su hermano David salió a patinar y ya no regresó. Aquella muerte detuvo el reloj de los huesos y del corazón de James cuando apenas contaba seis años de edad. Le arrancó las ansias de crecer y se las llevó entre las fauces, igual que el cocodrilo arrancó el brazo de Garfio. 

Ese día su madre cerró las ventanas de su corazón, dejándole fuera. En todas sus biografías se repite esa frase tremenda de Margaret, cuando escucha los pasos de James “¿Eres tú, David, es posible que seas tú?”... Y cuando ve al pequeño, suspira y dice “…sólo eres tú…”

Aquel James solo, sólo James, sobrevivió inventando una infancia no tanto perdida, como negada. Si la patria de un hombre es su niñez entonces él, como Carroll, como K. Graham y Saint Exupery, como muchos otros, escribió desde el exilio. El más amargo porque no hay retorno posible a los lugares amados, a los seres y pensamientos que habitaron allí.  Nunca Jamás, ése el nombre de la tierra anhelada, el lugar donde la muerte es una gran aventura y no la indiferente desgracia de una madre encerrada en su cuarto. Nunca Jamás, donde aún volamos al ser felices y nuestros sentimientos pueden ser salvajes, libres e impunes... Donde el tiempo sólo persigue a Garfio.

Quizá haya que girar en la segunda estrella a la derecha y volar hasta el amanecer para llegar allí, pero James Barrie encontró su puerta en los Jardines de Kensington por donde paseaba, quebradizo y diminuto, sepultado en abrigos enormes, junto a Porthos, un San Bernardo que a su lado aún parecía más descomunal.

En aquellos jardines fue donde conoció a la pequeña Margaret. Le llamaba fiendy, que con su lengua de trapo sonaba fwendy. Barrie sabía que había que darse prisa, pues a los ocho años, más o menos, los niños huyen de los jardines y no regresan jamás. Cuando se los ve de nuevo ya son hombres y mujeres que levantan el paraguas para llamar a un coche de punto. 

No fue el caso de Margaret, quien no llegó a cumplir los seis. 

La vida de Barrie, como tantas otras, es un rosario de muertes prematuras, de historias silenciadas en su mismo comienzo. La de David, la de Margaret, la de George, desaparecido a los veintiún años en la ciénaga de barro y sangre que fue la Primera Guerra Mundial. La de Michael, ahogado en el Támesis antes de cumplir los veinte… “De algún modo, ése fue mi fin”, dijo entonces Barrie.

Pero me adelanto. Michael es aún ese niño de grandes ojos que juega en el jardín, y el tic-tac del reloj que nos persigue apenas es audible en esa tarde de juegos. Y todavía me adelanto. Aún más atrás, si seguimos paseando por los Jardines de Kensington junto a Barrie y Porthos, llegará el día en que conozcamos a los niños Llewelyn-Davis. En otro comienzo magnético y magistral, el de El Pajarito Blanco, Barrie nos cuenta cómo robó la familia que fue incapaz de crear por sí mismo… En ocasiones ese chiquillo que me llama padre me trae una invitación de su madre: "Le estaré muy agradecida si viene usted a visitarme”, dice... George y Michael, sus favoritos, y Jack, Peter y Nicholas, sus hermanos, dieron la chispa de infancia primordial de la que surgió Peter Pan. Él mismo le define así: la llama nacida de vosotros. 





De todas sus páginas, de toda su belleza, me quedo con la explicación más fidedigna de por qué ni Peter Pan ni James M. Barrie crecieron.

Peter porque siempre olvidaba, James porque nunca olvidó.

No fue el dolor sino la injusticia lo que desconcertó a Peter, dejándolo absolutamente indefenso. Se quedó mirando a Garfio, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la primera vez que se les trata injustamente. Cuando un niño se nos acerca, a lo único que cree tener derecho es a la justicia. Si tratamos a un niño injustamente es posible que vuelva a tomarnos cariño, pero nunca volverá a ser el mismo. Nadie logra superar la primera injusticia; nadie, excepto Peter. (...) Creo que ésta era la verdadera diferencia entre él y los demás niños.


  




jueves, 24 de enero de 2013

Los Ojos de mis Ojos están abiertos.


 
 
 
Conocí a William Blake (y a Tennyson) gracias a las citas con que Agatha Christie encabezaba algunos de sus libros. A veces, aunque no sea éste el caso, las citas son lo mejor de una novela. Así también fue como conocí a Cummings, con este verso que encabezaba un capítulo en un libro que nada tenía que ver con él: Los ojos de mis ojos están abiertos...
Menospreciamos el poder de las palabras, aunque a menudo sean lo único que tenemos. Cada una de ellas es un hechizo, siempre poderoso. Dices los ojos de mis ojos están abiertos... y de inmediato sabes que los has tenido cerrados durante demasiado tiempo.
Pero sí, hoy los ojos de mis ojos están abiertos, los oídos de mis oídos despiertan... Porque hoy es el cumpleaños de la tierra, dice, del sol, es el día en que nace la vida, el amor y las alas...Y yo, que estaba muerto estoy vivo hoy de nuevo... El poema se deshace letra a letra en pura alegría de vivir y empapa de Vida cuanto toca a su paso, transformándolo en aquello que cuenta.  Gracias, Dios, por este día asombroso... Por todo lo que es infinito, es natural, lo que es Sí. Y al leerlo, por la propia magia de esas palabras, la gratitud llega y nos alza con su gozo de salmo.
Nos grita Confía en tu Corazón aunque los mares se incendien, y vive por Amor aunque las estrellas retrocedan...  Nos habla de un amor que puede abrirnos y cerrarnos como la lluvia a las rosas. Nos hace bellos y dichosos y sabios mientras le leemos. Sus versos nos acucian: no temas a la muerte, ni al futuro; arroja lejos tus miedos y tus dudas porque también después es hasta, porque hay algo en el aire de la primavera que huele a jamás y a siempre.
Y porque siempre que los hombres tienen razón no son jóvenes...
 
 

domingo, 13 de enero de 2013

La pequeña cerillera

 
 
 
Hoy he visto a la pequeña cerillera. No es pequeña ni vende fósforos. La veo encender una tras otra las llamas que le abrasan los dedos. Su resplandor ilumina el rostro desvencijado, el pelo tristemente pintado de amarillo. Extiende sus manos sobre el vientre y sonríe. Va a tener otro niño. Lo cuenta todo muy deprisa y se ríe mientras afirma que está loca. Aunque no lo está. Sólo profundamente perdida. Se ha lanzado a la vida como un coche sin frenos, como una locomotora que descarrila camino de un barranco: cada niño, un vagón más que conduce en ese viaje infernal hacia ninguna parte.
Te cuenta que le quiere, aunque él la trate mal.  Luego rectifica. No es que la trate mal, es que la quiere a su manera. Claro, no podemos olvidar eso. Hay tantas maneras de querer... Quizá el abandono, el insulto, el desprecio, el golpe, entre en alguna de ellas. Otro fósforo se consume mientras lo piensa. Uno más. Me pregunto cuántos le quedan, cuánto miedo le da la noche inmensa que aguarda tras esas luces diminutas que enciende y apaga sin cesar. 
Enciende y apaga.
Enciende y se apagan.

Se apagan.