Michael Llewelyn-Davies |
Todos los niños crecen, menos uno...
Aunque es un comienzo magistral, no es cierto. Al menos hubo
dos niños en toda la historia del mundo que no crecieron. Uno fue Peter Pan,
claro. Y el otro, James M. Barrie.
No es una exageración decir esto. El pequeño James
envejeció, pero no creció más allá del metro cuarenta y siete de estatura. Una
mañana, tan sólo un día antes de su decimocuarto cumpleaños, su hermano David
salió a patinar y ya no regresó. Aquella muerte detuvo el reloj de los huesos y
del corazón de James cuando apenas contaba seis años de edad. Le arrancó las
ansias de crecer y se las llevó entre las fauces, igual que el cocodrilo
arrancó el brazo de Garfio.
Ese día su madre cerró las ventanas de su corazón, dejándole fuera. En todas sus biografías se repite esa frase tremenda de Margaret, cuando escucha los pasos de James “¿Eres tú, David, es posible que seas tú?”... Y cuando ve al pequeño, suspira y dice “…sólo eres tú…”
Ese día su madre cerró las ventanas de su corazón, dejándole fuera. En todas sus biografías se repite esa frase tremenda de Margaret, cuando escucha los pasos de James “¿Eres tú, David, es posible que seas tú?”... Y cuando ve al pequeño, suspira y dice “…sólo eres tú…”
Aquel James solo, sólo James, sobrevivió inventando una
infancia no tanto perdida, como negada. Si la patria de un hombre es su niñez
entonces él, como Carroll, como K. Graham y Saint Exupery, como muchos otros,
escribió desde el exilio. El más amargo porque no hay retorno posible a los
lugares amados, a los seres y pensamientos que habitaron allí. Nunca Jamás, ése el nombre de la tierra
anhelada, el lugar donde la muerte es una gran aventura y no la indiferente
desgracia de una madre encerrada en su cuarto. Nunca Jamás, donde aún volamos
al ser felices y nuestros sentimientos pueden ser salvajes, libres e impunes...
Donde el tiempo sólo persigue a Garfio.
Quizá haya que girar en la segunda estrella a la derecha y
volar hasta el amanecer para llegar allí, pero James Barrie encontró su puerta
en los Jardines de Kensington por donde paseaba, quebradizo y diminuto,
sepultado en abrigos enormes, junto a Porthos, un San Bernardo que a su lado
aún parecía más descomunal.
En aquellos jardines fue donde conoció a la pequeña Margaret. Le llamaba fiendy, que con su lengua de trapo sonaba fwendy. Barrie sabía que había que darse prisa, pues a los ocho años, más o menos, los niños huyen de los jardines y no regresan jamás. Cuando se los ve de nuevo ya son hombres y mujeres que levantan el paraguas para llamar a un coche de punto.
No fue el caso de Margaret, quien no llegó a cumplir los seis.
La vida de Barrie, como tantas otras, es un rosario de muertes prematuras, de historias silenciadas en su mismo comienzo. La de David, la de Margaret, la de George, desaparecido a los veintiún años en la ciénaga de barro y sangre que fue la Primera Guerra Mundial. La de Michael, ahogado en el Támesis antes de cumplir los veinte… “De algún modo, ése fue mi fin”, dijo entonces Barrie.
En aquellos jardines fue donde conoció a la pequeña Margaret. Le llamaba fiendy, que con su lengua de trapo sonaba fwendy. Barrie sabía que había que darse prisa, pues a los ocho años, más o menos, los niños huyen de los jardines y no regresan jamás. Cuando se los ve de nuevo ya son hombres y mujeres que levantan el paraguas para llamar a un coche de punto.
No fue el caso de Margaret, quien no llegó a cumplir los seis.
La vida de Barrie, como tantas otras, es un rosario de muertes prematuras, de historias silenciadas en su mismo comienzo. La de David, la de Margaret, la de George, desaparecido a los veintiún años en la ciénaga de barro y sangre que fue la Primera Guerra Mundial. La de Michael, ahogado en el Támesis antes de cumplir los veinte… “De algún modo, ése fue mi fin”, dijo entonces Barrie.
Pero me adelanto. Michael es aún ese niño de grandes ojos
que juega en el jardín, y el tic-tac del reloj que nos persigue apenas es
audible en esa tarde de juegos. Y todavía me adelanto. Aún más atrás, si
seguimos paseando por los Jardines de Kensington junto a Barrie y Porthos,
llegará el día en que conozcamos a los niños Llewelyn-Davis. En otro comienzo
magnético y magistral, el de El Pajarito Blanco, Barrie nos cuenta
cómo robó la familia que fue incapaz de crear por sí mismo… En
ocasiones ese chiquillo que me llama padre me trae una invitación de su
madre: "Le estaré muy agradecida si viene usted a visitarme”, dice... George y Michael, sus favoritos, y Jack, Peter
y Nicholas, sus hermanos, dieron la chispa de infancia primordial de la que surgió
Peter Pan. Él mismo le define así: la llama nacida de vosotros.
De todas sus páginas, de toda su belleza, me quedo con
la explicación más fidedigna de por qué ni Peter Pan ni James M. Barrie
crecieron.
Peter porque siempre olvidaba, James porque nunca olvidó.
Peter porque siempre olvidaba, James porque nunca olvidó.
No fue el dolor sino la injusticia lo que desconcertó a Peter, dejándolo absolutamente indefenso. Se quedó mirando a Garfio, horrorizado. Todos los niños reaccionan así la primera vez que se les trata injustamente. Cuando un niño se nos acerca, a lo único que cree tener derecho es a la justicia. Si tratamos a un niño injustamente es posible que vuelva a tomarnos cariño, pero nunca volverá a ser el mismo. Nadie logra superar la primera injusticia; nadie, excepto Peter. (...) Creo que ésta era la verdadera diferencia entre él y los demás niños.
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