Escribiré sobre las mujeres de Barba Azul, las que penaron y murieron en castigo por su maldita, mil veces maldita curiosidad; su deforme herencia equivocada. Fueron peores que las Gorgonas. Más despreciadas que Eva. Aborrecidas por Dios como Lilith, la madre de los No Redimidos. Por su Curiosidad y Soberbia fueron decapitadas, encerradas, borradas y olvidadas.
Pero las mujeres de Barba Azul tienen mala semilla. No es tan fácil acabar con ellas. Una tras otra llenan las mazmorras de la Historia, y siguen llegando. No aprenden, no saben olvidar su curiosidad y su orgullo. El recuerdo de las antepasadas sigue alimentando la simiente perversa en la mente y en el alma de las que las siguen. Porque (gritan) nos desposaron con Barba Azul. Nos dijeron cásate y sé sumisa, no cojas la llave de oro, no abras la puerta. Nos dijeron muéstrate orgullosa de tus cadenas, ellas marcan tu lugar en el mundo, eres más grande si eres lo que Quiero que Seas. Sé sumisa, sé obediente. No andes erguida, no camines delante, no pretendas saber demasiado.
Pero las mujeres de Barba Azul no aprendieron la lección. La llave dorada les quemaba en las manos. Tenían que saber. Tenían que ser. Y abrieron la puerta.
Por eso la cabeza de Olympia de Gouges rodó por el cadalso, el cuerpo de Camille Claudel fue sepultado en una tumba sin nombre y en la de Miranda Barry se lee el nombre de James, el hombre que nunca fue. Sólo existió Miranda, la monstruosa mujer ansiosa de ser médico. No existieron James ni Monsieur Le Blanc, monstruosa Sophie Germain, hambrienta de números. Tampoco George Elliot ni Currer Bell pisaron esta tierra, sino Mary Ann Evans y Charlotte Brönte; extrañas criaturas con pecados sosegados y violentas virtudes.
Monstruosa fue Emily Dickinson, encerrada y vestida de blanco, escribiendo versos y versos para su baúl de tesoros. Monstruosa e incomprendida como la criatura que dio a luz su hija, Mary Wollstonecraf, muerta cuando empezaba a ser feliz. Monstruosa e infiel Ada Lovelace, cuya alma salvó su madre retirándole los únicos calmantes que paliaban su agonía.
Monstruosa fue Emily Dickinson, encerrada y vestida de blanco, escribiendo versos y versos para su baúl de tesoros. Monstruosa e incomprendida como la criatura que dio a luz su hija, Mary Wollstonecraf, muerta cuando empezaba a ser feliz. Monstruosa e infiel Ada Lovelace, cuya alma salvó su madre retirándole los únicos calmantes que paliaban su agonía.
Y si Barba Azul no llegó a devorarlas a tiempo, las borró de los libros, las sepultó en el olvido, hermanas, para que no sigamos su mal ejemplo. Para que sigamos la senda del bien, que nuestra mentora Costanza nos repite: cásate y sé sumisa. Cásate y sé sumisa. Serás mucho más feliz que las pobres mujeres que no la hicieron caso, las que empuñaron la llave de oro y abrieron la puerta sangrante y descubrieron el horror en que estaban encerradas. Seremos tan felices, amigas, tan sólo con olvidar la puerta, con quedarnos bien sujetas en el mundo que nos destinaron. Las mujeres de las mazmorras no pueden ser el ejemplo.
Monstruosas mujeres de Barba Azul.
Nosotras aprenderemos la lección que Costanza recoge de los ancestrales labios que nos enseñaron a amar: Cásate y sé sumisa...
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