jueves, 26 de septiembre de 2013

Piel de Asno

Piel de Asno, Arthur Rakham




El cruce apesta a coche, a pis, al parque polvoriento de la otra orilla de la calzada, a ciudad agotada por el calor y el verano... Pero cuando ella llega, cubierta con su piel de asno, reina sobre todos los olores con su peste a cerveza ya digerida y a cerveza por beber.
Su olor llega antes que ella, y se impone. 
Lleva un niño en un carrito roto. Hace años, cuando todavía conservaba un jirón del traje hecho de luna y del traje hecho de estrellas, se quedó embarazada de ese niño. Por entonces tenía algún diente más, y un caminar algo más recto. Su pelo era oscuro como la noche y aún podía decirse de ella que había sido hermosa. La acompañaba en aquellos días una niña, apenas una muchacha, de tal belleza que te llenaba de compasión. 
La niña tenía intactas la luna y las estrellas en su ropaje, resplandecía blanca y oscura, vibrante y confiada como una nota de cristal. "Yo no seré Piel de Asno", parecía decir al mirar a su madre. "Yo no seré como tú"... 
El invierno pasado vagabundeaba por el parque, bebiendo. 
Quedaban estrellas en su vestido, aún brillaba la luna en su túnica. 
Brillan mientras se apagan.

Hoy Piel de Asno apenas puede moverse bajo las capas de cerveza y suciedad que la cubren. Todos, sin casi reparar en ello, han retrocedido un paso y a su alrededor ha quedado un curioso vacío donde espera el cambio del semáforo. El niño del carrito desvencijado  ya tiene cinco años y  arrastra los pies por la acera. Tiene el pelo negro y brillante como los ojos de las golondrinas, la misma mirada resplandeciente de su hermana. Parece que el tiempo no ha pasado. La madre le sonríe. 
Piel de Asno arremete con el carro contra el paso de cebra. Pero al llegar al otro lado se inclina solícita sobre el niño. Y es que el niño, sonriente y ufano, ha llevado todo el tiempo tras su espalda una litrona vacía de cerveza, de vidrio color caramelo. Como si llevase una mochila. 
Dámela, cielo dice Piel de Asno. Y el niño la coge con pericia y se la entrega. A la papelera, ríe al tirarla en un caja verde para los excrementos de los perros. Acelera el paso vacilante y desaparece de la vista.

Lo peor de los cuentos de terror es el final. 
Porque nunca terminan.