domingo, 21 de septiembre de 2014

El Sombrerero Loco

Mark Ryden

Para Avispada, amiga y luz...



El Sombrerero Loco grita NO HAY SITIO, NO HAY SITIO. No hay sitio para nosotras en su merienda eterna, pero le gusta que le veamos masticar. Por eso nos sienta en el Jardín Muerto, pequeñas Alicias de sonrisa inerme. Los miércoles se pone la cabeza de Oso y come hasta que le tiembla el vientre enorme, lleno de lamparones y migajas. Deglute mantecados y jamón pero anhela husmear nuestras entrañas. Quiere abrirnos como ostras y llorar pálidas lágrimas de Morsa y empaparnos los tuétanos con su misericordia insaciable.
Nosotras, Alicias desamparadas, cambiamos corriendo de silla mientras nuestros úteros clausurados repiten en un susurro "no hay sitio, no hay sitio".... 
El Sombrerero Loco se cambia de cabeza a las seis de la tarde. Las tiene en un cesto, una por cada Pecado... De Cabra, de Perro, de Mulo para las noches de verano, de topo cegado por el oro, de Liebre en celo. Se pone una dorada los Domingos y vomita entre arcadas palabras demasiado grandes para su gaznate. Amor, Familia, dice, Entrega... 
   
Cobardes, temerosas, sentadas como niñas obedientes con las manos en el regazo, tenemos los nudillos blancos de apretar la Angustia, rogamos a Dios que nuestro vientre sólo conciba el pago de la hipoteca.

Cuando llega la Navidad se corona de Reina Roja y juega a decapitaciones. 

No hay sitio, no hay sitio...

Nosotras, Alicias enloquecidas, cambiamos veloces de silla en el jardín muerto.



domingo, 27 de julio de 2014

El Príncipe y el Mendigo





Le veo siempre que paso, en la esquina de la librería. Ése es su sitio. Está allí todas las tardes. También está la papelera. El kiosko de los ciegos. El escaparate de la tienda de ropa. 
Algún día, si paso temprano, le sorprendo colocando con cuidado el vaso de cartón en la acera. Siempre a la misma distancia. 
Creo que es una distancia meditada: no muy lejos, para que no estorbe el paso; no muy cerca, así no han de aproximarse demasiado a él. A la gente no le gusta acercarse, les resulta embarazoso por lo general, incluso cuando se detienen y le saludan. Es normal que lo hagan; vivimos en una ciudad pequeña y todos nos conocemos. Somos humanos, al fin y al cabo. 
Pero él sólo reacciona cuando le interpelan. Entonces levanta la mirada, la despega lentamente del suelo donde la dejó, junto al vaso, y esboza una sonrisa triste. Es el tipo de sonrisa que espera su interlocutor. De ser más alegre le desconcertaría y, si fuera más triste, se sentiría incómodo. En ambos casos es probable que no volviera a detenerse junto a su vaso en un tiempo, cosa que él no desea. Es importante fidelizar a los clientes. Así, estudia tanto la distancia que marca su sonrisa como la que define el pequeño vaso de cartón rojo y letras sinuosas. Geometría pura al servicio de la supervivencia.  
Si acaso le preguntaran cómo se encuentra -esto sólo si el viandante es asiduo de su vaso, de su esquina, de su barba de zarza-  él seguirá sonriendo, igual, dirá, o tirando, o menos mal que hace buen tiempo o espero que pronto mejore y me duelan menos las rodillas. No dirá nunca que desea morir desde hace tiempo, o que el albergue de la capital está bien ahora, en verano, mucho más vacío. O que tiene pesadillas todas las noches desde que los de las bases le pegaron una paliza que casi lo mata. Igual que cualquiera, nunca dirá la verdad. Bueno, bueno, seguro que sí, será la respuesta. Y alguien se irá entonces, dejando algo en el vaso que él no mirará.
El rito cambia -pues todo en la vida tiene su liturgia: ésta también es geometría- cuando oye la otra contraseña “Toma, dáselo al señor” y unos pasos pequeños cruzan la calle peatonal y provinciana. Los niños sí se acercan, aunque la barba les dé miedo. Echan la moneda en el vaso y sonríen antes de marcharse corriendo, como gorriones, con la abuela. El segundo en que le miran tras echar la moneda, está lleno de expectación y temores de juguete: ¿hablará?¿se moverá?¿me cogerá? Igual que los jóvenes que se paran ante los mimos. Él sonríe. Primero al niño, con ternura que nunca me ha parecido fingida. Después, inclina ceremoniosamente la cabeza en dirección a la mujer. Y después vuelve a depositar la mirada en el suelo, junto al vaso. 

No hay nada más que el vaso y su mirada, y sus rodillas dobladas en la calle. 

No recuerdo haberle visto nunca ninguna cruda incitación a la lástima escrita en espantosos cartelitos de cartón con espantosa caligrafía, muestrario de horrores que van mucho más allá de lo que cuentan. “Tengo cuatro hijos y una mujer enferma”, dicen. Es el motivo correcto. “He de pagar al que me deja ponerme en esta esquina o me reventará el hígado a golpes”… No, eso nunca se escribe. Porque todo tiene su rito, su liturgia, su pura geometría de causas y consecuencias. ¿Quién no se sentiría defraudado al saber que es un hombre normal y corriente, inmerso en su propio chantaje como nosotros en el nuestro, y  no una víctima impasible de sus infinitas desgracias? 
A mí también me ocurrió, el primer día en que le vi lejos de su esquina. Yo iba hacia Madrid, y él estaba parado en la estación de El Pozo. Erguido y sin el vaso parecía otra persona. Se agachó, recogió una colilla del suelo que aún humeaba y la fumó con una sonrisa. Al acercársela a los labios se besó los dedos, en un juramento despreocupado y ávido. 

Casi no le conocí, de pronto convertido en Príncipe.







lunes, 13 de enero de 2014

Camille, La Bella Durmiente


El Vals, de Camille Claudel




Tú no debías vivir. Tú no. Él, sí. Nunca pude sacármelo de la cabeza. Te tenía en brazos, recién nacida y sólo pensaba… ¿por qué tú y no él? Mi pequeño, mi pobre Henri. Nueve meses en mi vientre y sólo quince días en mis brazos. Después llegaste tú. Y sobreviviste. Qué pertinaz y depravada costumbre la tuya: sobrevivir.

Hija mía, el odio es una sustancia extraña. Se me agarró a los pechos a la vez que tu boca. Te alimentaba y ya te aborrecía. Ese odio creció contigo, observándote desde lo más hondo y espeso de mi corazón. Cuando empezaste a naufragar decías que las mujeres te tenían un “negro odio”. Pero era mi odio. Todos los odios de tu vida fueron el mío. Te rodeaba, ceñía tu mente y tu cintura, pero nunca supiste lo profundo y lo negro y  lo horrible que era.
Tampoco yo lo supe hasta el final, te lo aseguro. Es curioso…  Nunca imaginé cuando era niña que no sería la princesa de los cuentos. Nunca imaginé que sería la Bruja y la Madrastra. ¿Cómo hubiera podido pensarlo? Era hermosa y buena, mi madre murió tan pronto… Después me casé, o me casaron, con aquel hombre mayor. Y entonces nació y murió tu hermano y todo se rompió para mí. 

No merecía una hija como tú. 
No merecía que me convirtieses en un monstruo.



Camille a los diez y nueve años
Tu padre te amaba, claro, porque era débil. En cambio tú eras fuerte. Aún recuerdo cómo les ordenabas  a todos, con ese endiablado carácter tuyo, que te trajesen barro para modelar. Hechizaste a tu padre con el mismo arte con que sacabas del barro el rostro de Helene, la criada, el de tu hermano Paul, como una pequeña bruja traicionera. Pobre Paul, él también te abandonaría. Decía que tenías los ojos de ese azul que únicamente aparece en las novelas. Para mí sólo eran de una insolencia insoportable.  


No te abandoné sin lucha, lo sabes. Hubo un tiempo en que intenté hacer de ti una buena mujer, como hice con tu hermana (tan capaz para el odio y la decencia como yo) ¿Pero qué puede hacer una perdida, sino perderse? Paso a paso, como yo bien sabía que lo harías. Buscabas aprender del arte y del amor, y por Dios que aprendiste las dos cosas. Aprendiste tanto que la Vida y el Amor te quebraron como a una rama seca.



Camille posando en el estudio de Rodin

Es curioso cómo la Felicidad da paso a la Desgracia casi sin darnos cuenta… Viviste libre unos años, viajaste con tus amigas por Europa, aprendiste a modelar con el mejor. Te enamoraste de él. Vivías en París al fin.  Bella, joven, segura y apasionada, quizá pensabas entonces que lo tenías todo, que estabas por fin en el camino de tenerlo. Cada cosa que la vida te había prometido, cada ráfaga de dicha que habías entrevisto en tu niñez, granaba ante tus ojos. 

Vagabas en la juventud de aquellos años brillantes como el verano y de pronto, apenas sin darte cuenta, llegó la noche. La joven que fuiste se disolvió en una mujer engañada, recelosa, solitaria, incomprendida. Acabada.
¿Cuántas veces te preguntaste cómo habías llegado a convertirte en ella?
Lo último que él pudo hacerte fue pedirte que no tuvieras el niño. Las cartas donde le esperabas desnuda y le suplicabas que no te engañase más fueron sustituidas por las otras, donde le acusabas de arrebatarte obra, nombre, vida. De envenenarte.

Tu obra... Sabes que siempre la  desprecié. Tanta desnudez, esa persistencia en retratar la pasión. Figuras que se entretejen, como en El Vals; que veneran su propio amor, como en Sakuntala: que muestran esa repugnante y sincera desesperación, como en la Edad Madura…  De cualquier forma, muy poco se salvó del naufragio de tu mente y de la miseria que tuviste que soportar. Tú acabaste con la mayoría a martillazos en los días en que tu propio padre decía que eras una loca furiosa. Aun así siempre te defendió.

 Por eso te encerramos a los ocho días de su muerte.


Níobe herida


Seguro que no has olvidado el día en que te llevaron. Eras como una pequeña alimaña aterrada. Habías puesto tantos cerrojos que tuvieron que echar abajo la puerta de tu apestosa habitación para ponerte la camisa de fuerza y llevarte al sitio que te correspondía. Al lugar donde se pudren las locas impúdicas como tú. 

Así fue como te borré del mundo, yo que te había traído a él. Allí tenías que haber estado desde hacía mucho tiempo, y nos hubieras evitado la vergüenza de tenerte por hija, por hermana… Se cerró la puerta tras de ti y nadie volvió a verte en treinta años. Nadie pudo escribirte, ni visitarte en aquel manicomio. Yo lo prohibí. Paul se acercó seis veces apenas, en los treinta años que mediaron entre esa muerte y Tu Muerte. Buen hermano, buen converso, siempre con un pie en el mar y otro en la tierra. Le escribías, suplicabas una y otra vez. No merezco esto, decías, no soporto esta esclavitud, no tengo nada, tengo hambre, tengo frío necesito ver una cara amiga, tengo frío, tengo frío... Hasta los médicos aseguraron que debías salir de allí. Al principio aún soñabas con poder volver a casa y cerrar la puerta. Después tenías ya el alma muerta, vencida por todos y cada uno de nosotros. 

Y ya ves, éste es el final del cuento. 

Cogí tu frente altiva, tu mirada insolente, tu talento, tu pasión y tu belleza y las convertí en polvo y en olvido. Sé que ésa es mi obra. Tú eres mi obra. La única pasión que sentí fue el odio que te tuve. 

Nadie acudió a tu funeral, nadie reclamó tu cuerpo.

Te imagino acurrucada en la fosa común donde te echaron. Sin nombre, sin fecha, como si nunca hubieras existido.

Tal y como yo quería que hubiera sucedido desde el principio.


Camille con su madre, Louis.




Todos los días pienso en mamá. No la he vuelto a ver desde aquel día en que tomaron la funesta resolución de enviarme al asilo de locos. Pienso en ese lindo retrato que hice de ella a la sombra, en nuestro bello jardín. Aquellos grandes ojos en dónde se leía un dolor secreto, el espíritu de resignación el cual reinaba sobre toda su figura, sus manos cruzadas sobre sus rodillas en completa abnegación: todo daba cuenta de la modestia, del sentimiento del deber llevado hasta el exceso, esa era nuestra pobre mamá. No he vuelto a ver jamás ese retrato (ni a ella). Si oyes algo de eso, por favor cuéntame.

Carta de Camille Claudel a su hermano Paul.





miércoles, 13 de noviembre de 2013

Las mujeres de Barba Azul






Escribiré sobre las mujeres de Barba Azul, las que penaron y murieron en castigo por su maldita, mil veces maldita curiosidad; su deforme herencia equivocada. Fueron peores que las Gorgonas. Más despreciadas que Eva. Aborrecidas por Dios como Lilith, la madre de los No Redimidos. Por su Curiosidad y Soberbia  fueron decapitadas, encerradas, borradas y olvidadas. 

Pero las mujeres de Barba Azul tienen mala semilla. No es tan fácil acabar con ellas. Una tras otra llenan las mazmorras de la Historia, y siguen llegando. No aprenden, no saben olvidar su curiosidad y su orgullo. El recuerdo de las antepasadas sigue alimentando la simiente perversa en la mente y en el alma de las que las siguen. Porque (gritan) nos desposaron con Barba Azul. Nos dijeron cásate y sé sumisa, no cojas la llave de oro,  no abras  la puerta. Nos dijeron muéstrate orgullosa de tus cadenas, ellas marcan tu lugar en el mundo, eres más grande si eres lo que Quiero que Seas. Sé sumisa, sé obediente. No andes erguida, no camines delante, no pretendas saber demasiado. 
Pero las mujeres de Barba Azul no aprendieron la lección. La llave dorada les quemaba en las manos. Tenían que saber. Tenían que ser. Y abrieron la puerta.
Por eso la cabeza de Olympia de Gouges rodó por el cadalso, el cuerpo de Camille Claudel fue sepultado en una tumba sin nombre y en la de Miranda Barry se lee el nombre de James, el hombre que nunca fue. Sólo existió Miranda, la monstruosa mujer ansiosa de ser médico.  No existieron James ni Monsieur Le Blanc, monstruosa Sophie Germain, hambrienta de números. Tampoco George Elliot ni Currer Bell pisaron esta tierra, sino Mary Ann Evans y Charlotte Brönte; extrañas criaturas con pecados sosegados y violentas virtudes. 
Monstruosa fue Emily Dickinson, encerrada y vestida de blanco, escribiendo versos y versos para su baúl de tesoros. Monstruosa e incomprendida como la criatura que dio a luz su hija, Mary Wollstonecraf, muerta cuando empezaba a ser feliz. Monstruosa e infiel Ada Lovelace, cuya alma salvó su madre retirándole los únicos calmantes que paliaban su agonía.
 Y si Barba Azul no llegó a devorarlas a tiempo, las borró de los libros, las sepultó en el olvido, hermanas, para que no sigamos su mal ejemplo. Para que sigamos la senda del bien, que nuestra mentora Costanza nos repite: cásate y sé sumisa. Cásate y sé sumisa. Serás mucho más feliz que las pobres mujeres que no la hicieron caso, las que empuñaron la llave de oro y abrieron la puerta sangrante y descubrieron el horror en que estaban encerradas. Seremos tan felices, amigas, tan sólo con olvidar la puerta, con quedarnos bien sujetas en el mundo que nos destinaron. Las mujeres de las mazmorras no pueden ser el ejemplo. 


Monstruosas mujeres de Barba Azul. 



Nosotras aprenderemos la lección que Costanza recoge de los ancestrales labios que nos enseñaron a amar: Cásate y sé sumisa...





jueves, 26 de septiembre de 2013

Piel de Asno

Piel de Asno, Arthur Rakham




El cruce apesta a coche, a pis, al parque polvoriento de la otra orilla de la calzada, a ciudad agotada por el calor y el verano... Pero cuando ella llega, cubierta con su piel de asno, reina sobre todos los olores con su peste a cerveza ya digerida y a cerveza por beber.
Su olor llega antes que ella, y se impone. 
Lleva un niño en un carrito roto. Hace años, cuando todavía conservaba un jirón del traje hecho de luna y del traje hecho de estrellas, se quedó embarazada de ese niño. Por entonces tenía algún diente más, y un caminar algo más recto. Su pelo era oscuro como la noche y aún podía decirse de ella que había sido hermosa. La acompañaba en aquellos días una niña, apenas una muchacha, de tal belleza que te llenaba de compasión. 
La niña tenía intactas la luna y las estrellas en su ropaje, resplandecía blanca y oscura, vibrante y confiada como una nota de cristal. "Yo no seré Piel de Asno", parecía decir al mirar a su madre. "Yo no seré como tú"... 
El invierno pasado vagabundeaba por el parque, bebiendo. 
Quedaban estrellas en su vestido, aún brillaba la luna en su túnica. 
Brillan mientras se apagan.

Hoy Piel de Asno apenas puede moverse bajo las capas de cerveza y suciedad que la cubren. Todos, sin casi reparar en ello, han retrocedido un paso y a su alrededor ha quedado un curioso vacío donde espera el cambio del semáforo. El niño del carrito desvencijado  ya tiene cinco años y  arrastra los pies por la acera. Tiene el pelo negro y brillante como los ojos de las golondrinas, la misma mirada resplandeciente de su hermana. Parece que el tiempo no ha pasado. La madre le sonríe. 
Piel de Asno arremete con el carro contra el paso de cebra. Pero al llegar al otro lado se inclina solícita sobre el niño. Y es que el niño, sonriente y ufano, ha llevado todo el tiempo tras su espalda una litrona vacía de cerveza, de vidrio color caramelo. Como si llevase una mochila. 
Dámela, cielo dice Piel de Asno. Y el niño la coge con pericia y se la entrega. A la papelera, ríe al tirarla en un caja verde para los excrementos de los perros. Acelera el paso vacilante y desaparece de la vista.

Lo peor de los cuentos de terror es el final. 
Porque nunca terminan.




lunes, 22 de julio de 2013

El Flautista En El Umbral del Alba




Apenas tenía cinco años cuando perdió a su madre, un día de Abril de 1864. Apenas cinco cuando casi murió él también, de la misma escarlatina que se había llevado a Bessie para siempre. Y contaba sólo cinco años cuando su padre se hundió de nuevo en la bebida, abandonando su cuidado y el de sus hermanos y Granny Inglis se los llevó con ella a la vieja casa de Cookham Dene, The Mount, en las orillas del incansable narrador de  historias: El Río.
                
Así fue como la Desgracia trajo de su mano el que fue, quizá, el tiempo más feliz de toda su vida.  La casa crujía, abrazaba, regalaba sus buhardillas y su jardín a los hermanos. Y junto a ella, siempre, El Río. ¿Qué sentiría el niño Kenneth en aquellos brevísimos meses para que aquel lugar, aquel momento, fuera el más importante de su existencia? La luz, los olores, los increíbles descubrimientos y aventuras que sólo caben en la Infancia seguramente cayeron sobre él como cayó el rayo sobre Saulo. Desde entonces su corazón perteneció al Río, a sus orillas, a sus habitantes y a Pan.
Pero al igual que una Gran Desdicha había dado comienzo a esa felicidad fue un vulgar inconveniente lo que acabó con ella. La vieja casa era realmente vieja, más allá del halo poético de la expresión. La chimenea se derrumbó. Tuvieron que mudarse. Y se fueron a  otra casa, más pequeña, menos generosa. Lejos del Río.


Kenneth Grahame, en su infancia
A partir de ese día la vida se fue posando inclemente sobre el pequeño Kenneth, como tiene por costumbre hacer con todos nosotros. Copo tras copo de polvo y de ceniza, de sueños rotos, mientras El Río murmuraba en su corazón el recuerdo de un Verano, como el viento murmura entre los sauces. Sobre aquel niño cayeron más mudanzas, el fugaz retorno con un padre que les abandonaría definitivamente y moriría en Francia. (De todos sus hijos sólo Kenneth acudiría a su entierro.)  Años de niñeras y tutores, de casas y parientes lejanos que les apresuraban para que creciesen más rápido, más rápido. Hubo de nuevo tiempos felices, cuando regresó a las orillas del Río y soñaba con llegar a estudiar en Oxford. Pero los los copos cenicientos  cayeron sobre la alegría de sus tiempos de estudiante, llenos de premios; cayeron sobre él como el hachazo indiferente con que su tío cercenó aquellos sueños universitarios. El niño que corría junto al Río se vio obligado a ser Adulto; a ocuparse de los negocios familiares, a emplearse en lo más alejado de los sauces que podía existir en este mundo: el Banco de Inglaterra.
Mientras la Vida seguía cayendo con su lluvia de polvo y ceniza, mientras ascendía en el Banco, mientras se casaba y era infeliz, mientras tenía un hijo enfermizo y desdichado como él, el Paraíso Perdido seguía brillando en su interior. La voz del Río no callaba,  Viejo, Insomne, Aventurero, seguía narrando y había que escucharle: Pagan Papers, The Golden Age, Dream Days… 


 Y El Viento En Los Sauces. 

Alastair iba a cumplir cuatro años, y no conseguía dormirse. Durante horas, Keneth le contó las aventuras de un Topo que descubre un día de primavera las orillas del Río, de una Rata de Agua acogedora y generosa como la vieja casa de Granny Inglis, de un Tejón sabio, bondadoso  y ceñudo y de un Sapo (El Señor Sapo) que cae enamorado a los pies de la Máquina de las Máquinas: el Automóvil. El cuento siguió y siguió, como suele suceder con las historias, deslizándose, fluyendo en las cartas que le envió más tarde, quizá intentando, cuando era fácil, ahuyentar los fantasmas de su hijo.
Lo hizo de la única forma que supo, recuperando para él los recuerdos más felices que poseía. Le prestó, nos prestó, los refugios que él había construido para protegerse de esa inclemente nevada grisácea de la vida. Y así fue que sopló sobre todo ese polvo acumulado por los años hasta que el susurro del viento entre los sauces fue de nuevo nítido y radiante, lleno de voces. Las voces sencillas, las aventureras, las alocadas y las seductoras, las que estaban llenas de risas y las que le sumían en la melancolía. Todas las voces del Río que él había escuchado en su infancia están allí, sin faltar una. No fueron suficientes para Alastair, quien se arrojó a las vías del tren, cerca de su amado Oxford, dos días antes de su vigésimo cumpleaños; el 7 de mayo de 1920. 

Ése fue el día en que El Río calló.  Pero antes le había contado su más valioso secreto: que todos los Paraísos se pierden y que sólo los desdichados pueden recordar la canción que toca el Flautista en el umbral del Alba


“Se ha ido… ¡Tan hermoso, y extraño, y nuevo! Para que acabara tan pronto casi hubiera deseado no oírlo, porque ha despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada parece valer la pena sino escuchar ese sonido una vez más, y seguir oyéndolo eternamente…”



domingo, 30 de junio de 2013

Itaca No Existe

Entre Sombras
Óleo sobre Lienzo de Omar Ortiz


Ítaca no existe.
Al menos no aparece por ninguna parte en el mapa de sus ojos. Si alguna vez hubo una, simplemente se fue. Para ellos no hay ya Destino, ni Hogar al que regresar.
Vagamos por los días rodeados de aquellos que nos fueron narrados. Nos cruzamos con Ulises, que sostiene en sus manos la parodia de un periódico para pedirnos limosna a la puerta de un supermercado; que se prostituye en una rotonda bajo un paraguas descolorido. Penélope espera en algún lugar remoto tejiendo y destejiendo entre envíos de Money Gram que ya no llegan...
Los Grandes Desterrados de la Historia nos contemplan desde el penúltimo círculo de un Infierno sin fin, vestidos de andrajos.
Para ellos Ítaca ya no existe.
Desapareció de sus ojos el día en que comprendieron que no queda ningún lugar en el mundo al que volver. Saben por fin que les hemos abandonado en el desierto, descalzos, para que recorran hasta reventar las oficinas, los parques, las comisarías, las casas abandonadas, los juzgados, las estaciones de tren, las concejalías, los albergues, los despachos de caridad, los CIES, los bancos a la sombra.
Son fáciles de reconocer. Siempre llevan una hatajo de papeles mugrientos apretados contra ellos, como un bloque de cemento fraguado en torno al naufragio de su vida. Papeles que les condenan, les expulsan, les niegan medicinas y escuelas. Y al mismo tiempo, su única posesión. El grillete que les mantiene encadenados a la noria del Mundo; lo único que les recuerda que tienen un nombre, aunque no existan.
Te los enseñan, grises por las esquinas, llenos de manchas, simas sin fondo como Caribdis donde todo su ser se hundirá sin remedio; te los enseñan como si tú pudieras leer en ellos algo distinto.
Pero lo lees en voz alta y le repites, atragantándote, que ese papel dice que no existe, que no está aquí. Mañana o en días repentinos traerá ese mismo papel y te dirá de nuevo que lo leas como si el tiempo hubiera cambiado  las palabras. Repites su sentencia y se marcha. 
Pondrá un recurso inútil, apelará a la humanidad de la rueda dentada que le está triturando. Lo hará por inercia, por desesperación, por tener algo que le obligue a seguir caminando ahora que ya sabe que sólo puede hacer eso: seguir caminando y caminando sin la esperanza de llegar.
¿Se preguntan por qué Siempre, por qué Todo, por qué a Ellos? Por qué...