Apenas tenía cinco años cuando
perdió a su madre, un día de Abril de 1864. Apenas cinco cuando casi murió
él también, de la misma escarlatina que se había llevado a Bessie para siempre.
Y contaba sólo cinco años cuando su padre se hundió de nuevo en la bebida,
abandonando su cuidado y el de sus hermanos y Granny Inglis se los llevó con
ella a la vieja casa de Cookham Dene, The Mount, en las orillas del incansable
narrador de historias: El Río.
Así fue como la Desgracia trajo de su mano el que fue, quizá, el tiempo más feliz de toda su vida. La casa crujía, abrazaba, regalaba sus buhardillas y su jardín a los hermanos. Y junto a ella, siempre, El Río. ¿Qué sentiría el niño Kenneth en aquellos brevísimos meses para que aquel lugar, aquel momento, fuera el más importante de su existencia? La luz, los olores, los increíbles descubrimientos y aventuras que sólo caben en la Infancia seguramente cayeron sobre él como cayó el rayo sobre Saulo. Desde entonces su corazón perteneció al Río, a sus orillas, a sus habitantes y a Pan.
Pero al igual
que una Gran Desdicha había dado comienzo a esa felicidad fue un vulgar
inconveniente lo que acabó con ella. La vieja casa era realmente vieja, más
allá del halo poético de la expresión. La chimenea se derrumbó. Tuvieron que
mudarse. Y se fueron a otra casa, más
pequeña, menos generosa. Lejos del Río.
Kenneth Grahame, en su infancia |
A partir de
ese día la vida se fue posando inclemente sobre el pequeño Kenneth, como tiene
por costumbre hacer con todos nosotros. Copo tras copo de polvo y de ceniza, de
sueños rotos, mientras El Río murmuraba en su corazón el recuerdo de un Verano,
como el viento murmura entre los sauces. Sobre aquel niño cayeron más mudanzas,
el fugaz retorno con un padre que les abandonaría definitivamente y moriría
en Francia. (De todos sus hijos sólo Kenneth acudiría a su entierro.) Años de niñeras y tutores, de casas y parientes lejanos que les apresuraban para que creciesen más rápido, más rápido. Hubo de nuevo tiempos felices, cuando regresó a las orillas del Río y soñaba con llegar a estudiar en Oxford. Pero los los copos cenicientos cayeron sobre la
alegría de sus tiempos de estudiante, llenos de premios; cayeron sobre él como
el hachazo indiferente con que su tío cercenó aquellos sueños universitarios.
El niño que corría junto al Río se vio obligado a ser Adulto; a ocuparse de los
negocios familiares, a emplearse en lo más alejado de los sauces que podía
existir en este mundo: el Banco de Inglaterra.
Mientras la
Vida seguía cayendo con su lluvia de polvo y ceniza, mientras ascendía en el
Banco, mientras se casaba y era infeliz, mientras tenía un hijo enfermizo y desdichado como él, el Paraíso Perdido seguía
brillando en su interior. La voz del Río no callaba, Viejo, Insomne, Aventurero, seguía narrando y había que escucharle: Pagan Papers, The Golden Age, Dream Days…
Y El Viento En Los Sauces.
Alastair iba a cumplir cuatro años, y no conseguía dormirse. Durante horas, Keneth le contó las aventuras de un Topo que
descubre un día de primavera las orillas del Río, de una Rata de Agua acogedora y generosa
como la vieja casa de Granny Inglis, de un Tejón sabio, bondadoso y ceñudo y de un Sapo (El Señor Sapo) que cae enamorado a los pies de la Máquina de las Máquinas: el Automóvil. El cuento siguió y siguió, como suele suceder con las historias, deslizándose, fluyendo en las cartas que le envió más tarde, quizá intentando, cuando era fácil, ahuyentar los fantasmas de su hijo.
Lo hizo de la única forma que supo, recuperando para él los recuerdos más felices que poseía. Le prestó, nos prestó, los refugios que él había construido para protegerse de esa inclemente nevada grisácea de la vida. Y así fue que sopló sobre todo ese polvo acumulado por los años hasta que el susurro del viento entre los sauces fue de nuevo nítido y radiante, lleno de voces. Las voces sencillas, las aventureras, las alocadas y las seductoras, las que estaban llenas de risas y las que le sumían en la melancolía. Todas las voces del Río que él había escuchado en su infancia están allí, sin faltar una. No fueron suficientes para Alastair, quien se arrojó a las vías del tren, cerca de su amado Oxford, dos días antes de su vigésimo cumpleaños; el 7 de mayo de 1920.
Ése fue el día en que El Río calló. Pero antes le había contado su más valioso secreto: que todos los Paraísos se pierden y que sólo los desdichados pueden recordar la canción que toca el Flautista en el umbral del Alba
Lo hizo de la única forma que supo, recuperando para él los recuerdos más felices que poseía. Le prestó, nos prestó, los refugios que él había construido para protegerse de esa inclemente nevada grisácea de la vida. Y así fue que sopló sobre todo ese polvo acumulado por los años hasta que el susurro del viento entre los sauces fue de nuevo nítido y radiante, lleno de voces. Las voces sencillas, las aventureras, las alocadas y las seductoras, las que estaban llenas de risas y las que le sumían en la melancolía. Todas las voces del Río que él había escuchado en su infancia están allí, sin faltar una. No fueron suficientes para Alastair, quien se arrojó a las vías del tren, cerca de su amado Oxford, dos días antes de su vigésimo cumpleaños; el 7 de mayo de 1920.
Ése fue el día en que El Río calló. Pero antes le había contado su más valioso secreto: que todos los Paraísos se pierden y que sólo los desdichados pueden recordar la canción que toca el Flautista en el umbral del Alba
“Se ha ido… ¡Tan hermoso, y extraño, y
nuevo! Para que acabara tan pronto casi hubiera deseado no oírlo, porque ha
despertado en mí un anhelo casi doloroso, y nada parece valer la pena sino
escuchar ese sonido una vez más, y seguir oyéndolo eternamente…”